jesica rodriguez

C.

( ...)
La casa en el campo

los besos deseosos de escapar, de estrellarse

una y otra vez.

Las nubes blancas que corrían en ese cielo de verano,

el mismo cielo que presenciaba mis alegrías

y te miraba, ese mismo cielo que invadí llenando de miradas

o que pisaba cuando una caricia tuya me estremecía la cara.

Ya no sé si soy yo, y eso me asusta.

Ya no se siquiera, si existe el lugar donde me llevan tus palabras

pequeñas, tan pequeñitas que tardan en llegar a mis oídos.

Llegan cansadas las moribundas.

El beso que quiere huir de las bocas, las manos entrelazadas, los cuerpos que duermen juntos

y que se destruirán si llegara la distancia.

Hay algo que no puedo explicar, no quiero explicar

Me gana el tiempo, me vencen las horas

Ya no espero

Ya no busco.

las bicicletas esperando en la vereda, salir por horas a morir con el tiempo

leer un libro y reír y llorar.

Repasar mi poesías, dos o tres prosas que

escribí mientras creía estar muerta

Cuando acepte

que ya no esperaba

que ya no buscaba.

Sentarme frente al río

mirarte

reír y mirarte

ser feliz y mirarte

hasta que algún día pueda verme

al mirarte.

(...) fragmento


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El día que se detuvo el reloj


(...) El mismo cielo mojado, el mismo y eterno vacio que llenaba mí tiempo. Una promesa que me inventaba para despertar cada día. Una mentira de pasos pequeños y silenciosos. En la casa de una sola taza de café. El reloj de pared se quedo sin fuerzas y detuvo sus agujas así como mi vida se fu agotando de esperanzas vanas. Caminaba descalza hasta la cama y de entre el silencio de la soledad mis dedos crujían de pesados por toda la casa de una sola taza. El despertador siguió en la cadena de muertes, y sin notarlo ese día dejo de resonar para comenzar la vida rutinaria. La misma suerte tuvo el sueño, y quizás permanecí despierta, no lo sé bien ahora, unos cuantos días caminando entre la cocina y el cuarto o desde el balcón a la sala donde la taza de café se moría de pena. Ya no salía el sol, descubrí entonces, y la noche no llegaba. Hacia frio a veces, a veces hacia tanto calor que me exifiaba. Pero el reloj de pared decía que era diciembre y que era las siete de la mañana. Los zapatos estaban justo debajo de la cama. El abrigo se mimetizaba con el papel de la pared pero el tiempo no pasaba. El reloj de la masa de luz junto al libro lleno de polvo, Había decidido morirse? Se había cansado de arrastrarme a hacer lo que ya no quería. Camine lento en línea recta, eran las siete de la mañana, era diciembre. Creo que era diciembre, creo que era de mañana. Murieron las horas y los días, así de repente cuando todo se detuvo. El cielo estaba mojado aun, y el sueño no llegaba. Estaba cansada y la noche había sido eterna. Necesito dormir?, necesito despertar? Después retumbaron tres golpecitos casi tímidos (toc-toc-toc) Todo da vueltas, me duele la cabeza y ya no estoy caminando, ya no respiro, todo me ahoga. Se detuvieron los relojes de la casa de una solitaria taza de café. Pero de mi pecho un tímido transcurrir de latidos resuena. Se abre la puerta y te veo, es diciembre son las siete y Un minuto de la mañana, suena el despertador y el reloj de pared (toc) mueve rápidamente sus agujas, la vida entra a la casa de una sola taza.



Ambos poemas son —injustamente— inéditos.



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Jesica Rodríguez (1984, Buenos Aires)

Nacida un 29 de agosto en la ciudad de Buenos Aires, ella es libre pensadora y estudiante de la vida.

jacobo rauskin



Alguna semejanza



Este río cantado con la aurora

por un pájaro fluvial y tempranero,

encuentra hacia el atardecer la hora

llorona de los sauces y de un tero.


Por eso, acaso se parezca un poco

a quien es manso, aunque no quiera serlo,

y es un caballo que yo miro y toco

como quién toca un río sin saberlo.


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Paraguas chino


En los portales aduaneros,

justo ahí donde el río de la gente

se vuelve tributario del río de los barcos,

me sorprende la lluvia.

Cruzo la calle y compro un paraguas.

No puedo yo abrirlo del todo.

Me lo cambia el vendedor y me dice:



—Paciencia, es un paraguas chino.



Pienso en La Gran Muralla,

en los misterios de la Ciudad Prohibida,

en la fidelidad de la brújula.

Un rato pienso en China

como si fuera yo un director de cine

en busca de un argumento.

Me detengo en la dinastía Ming,

En un jarrón, en una novela.

Y no digo una sola palabra, llueve.

La tristeza muestra su rostro

en una ventanita lejana.



Llueve sobre los árboles

y en la memoria de los árboles,

verde memoria

de dríades, de hadas y de aves.


Llueve después de años de inútil conversación

con uno mismo al modo socrático.


Llueve con los minutos de la dicha

y los segundos de la felicidad

y las horas que este día

prodiga.



Llueve con una melodía intensa

que ya me sale al paso y me recuerda

un capítulo cualquiera

de mi interminable autobiografía:

libro confuso, lleno de frases tachadas.


Quién sabe si la mía, la de verdad mía,

no es tan sólo la historia de un instante

que otro instante me ofrece a cambio de lo mismo

como gotas de lluvia

que dan paso a gotas de lluvia

que dan paso, que dan, que que, que…


Sigo con el paraguas abierto.

Sigo bajo la lluvia sedante en la

seda del paraguas.

Sigo con la historia de una tarde.



Y, mientras llueve y yo camino

esquivando automóviles, también pisando flores

caídas hoy de un árbol o de un sueño,

se borra la ciudad, actriz principalísima.


Aparece un actor secundario.

Con él, una actriz de reparto.

Es un regreso, como todo amor.

Él, puesto que de él hablamos,

a ella vuelve, vuelve a esos ojos

que derramando van una mirada

dulce como la lluvia

y cálida como esta primavera.




Ambos escritos pertenecen al poemario El arte de la sombra (Ediciones del dock, 2011).



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Jacobo Rauskin (1941, Villarrica)
Poeta paraguayo de incalculable valor que inició con su poesía desde muy temprana edad. Publicó una variada cantidad de poemarios de los cuales caben destacar: Casa perdida, Jardín de la pereza, La noche del viaje (Premio La República, 1988), La canción andariega, Alegría de un hombre que vuelve, Fogata y dormidero de caminantes (Premio Municipal de Literatura, Asunción, 1996), Adiós a la cigarra, El dibujante callejero, La ruta de los pájaros, La rebelión demorada, Espantadiablos, Los años en el viento, Andamio para distraídos, Las manos vacías, El arte de la sombra (Ediciones del Dock, 2011) y seis antologías de sus obras en las que se incluye -de lectura obligada- La nave (Ediciones del Dock, 2010). En Huesía 1 publicamos del autor los poemas “Égloga posible”, “Compañeros” y “Ella”.