El día del entierro de mi abuelo
fue la tercera vez
que pisé un cementerio.
Cuando era chico las visitas de mamá
a la tumba de la abuela
eran casi un secreto.
Algunos sábados mi tía pasaba a buscarla
y ella se iba sola, sin decir nada.
Papá se sentaba en la mesa del comedor
y tipeaba en la computadora.
Quedaba rodeado por sus papeles
y los suplementos del diario.
–¿Y mamá? –preguntaba yo.
– Fue a Chacarita con tu tía.
Yo tenía diez años
cuando se murió mi tío
y papá viajó solo a Bariloche
donde su hermano vivía y lo enterraron.
Mis abuelos se quedaron en Buenos Aires
porque el médico les había prohibido
las emociones fuertes.
Unas vacaciones en el Sur pasamos por ahí
y con mi hermana mayor acompañamos a papá
No me acuerdo del nombre
del cementerio privado
pero sí de los muros de ladrillo,
los árboles gigantes
y el ruido de las bordeadoras de césped
que pasaban por algunos costados.
Sólo eso se veía
por encima del suelo verde.
Mi papá se adelantó para pedirle direcciones
a un hombre que barría unas hojas.
Después le puso la mano sobre un brazo
y asintió con la cabeza.
Mi hermana y yo caminamos atrás
Bajó la vista y nosotros hicimos lo mismo.
Me persigné y vi mi apellido en la chapa
sobre el pasto recién cortado.
Un sábado entré al cuarto de mis papás
y mientras mamá se preparaba para que llegara mi tía
le dije:
–Voy con vos.
No contestó nada.
Cuando sonó el timbre yo abrí la puerta
sin saludar a nadie.
Manejaba el marido de mi tía y entonces recordé
que ella nunca había aprendido.
Bajamos del auto y le compramos flores a un puestero
que saludó a mamá y a la tía por sus nombres.
Atravesamos el campo de las lápidas y llegamos
a una galería donde los nichos se enfrentaban.
Entre ellos quedaba un espacio bastante amplio.
Mi mamá se quejó de la suciedad del lugar
y mi tío trajo una escalera. Mamá subió, se besó la mano
y la posó sobre la placa. Después enganchó una flor
contra el elástico. La siguió mi tía, que hizo
idénticos movimientos. Cuando ella bajó me miraron
pero yo desvié los ojos
y me hice el que rezaba.
Mi tío se quedó unos pasos más atrás
y desde ahí observaba
todo en silencio.
Después de unos minutos seguimos caminando
y también él fue a besar
el nicho de su madre.
Al entierro del abuelo llegamos bien temprano.
Con mis papás y las chicas esperamos en la entrada
que aparecieran los otros.
También fueron algunos amigos
y gente que yo no conocía.
Cuando la viuda bajó de un auto
el sacerdote del lugar se acercó a mamá:
–¿Llegó su madre? –preguntó.
–No es mi mamá –le dijo ella sin mirarlo.
La vieja caminaba con dificultad
del brazo de su hermana
y con la otra mano se acomodaba sobre la nariz
un par de anteojos negros.
La ceremonia fue breve. En la capilla hacía calor
y había olor a humedad.
El cajón no parecía tan grande
como para contener el metro ochenta y cinco
que medía mi abuelo.
Antes de que mi papá y mis tíos tomaran las manijas
una de mis primas se besó la mano
y tocó la madera brillosa.
El cura le dio una palmada en la mejilla
a uno de mis primos más chicos. Lloraba.
–No pasa nada –hubiese querido decirle.
Hay algo lindo acá,
en esta fila de muertos
que a veces llamamos familia.
Pero estuve toda la mañana callado.
Dejaron el féretro en el pozo
y todos salimos cabizbajos. Algunos conversaban.
El viaje de vuelta a casa por la autopista
duró una media hora. No había nubes
y el sol golpeaba fuerte
sobre el parabrisas de la camioneta.
Llamé a mi novia.
Estaba en Uruguay
y la comunicación no era buena.
Después de pronunciar cada palabra
podía oír cómo mi voz llegaba
al otro lado de la línea,
con un segundo de demora.
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Lucas Mertehikian (1986, Buenos Aires)
Es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde es adscripto de la cátedra de Literatura del Siglo XX. Es colaborador de Revista Ñ -del diario Clarín-, de Los Inrockuptibles y del blog Hablando del Asunto. Publicó el libro de poemas Las listas (El fin de la noche, 2011).
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